Migrantes
Tres jóvenes que aspiran a poder tener aspiraciones y viven en Guelmin, la ciudad más importante de las Provincias del Sur marroquí, desde donde se vislumbra la isla española de Lanzarote.
Uno tiene trabajo con el que sostiene a su familia, otro dependiendo de si sus clientes deciden cortarse el pelo ese día, y el tercero está esperando poder volver a coger una patera.
El todoterreno de Nissar levanta una gran polvareda cuando cruza bajo el arco de adobe que da la bienvenida a la decadente ciudad de Guelmim. La antaño Puerta del Sahara –más allá, tan solo el inmenso desierto de roca y arena, donde arden las piedras- languidece condenada a no ser más que un estratégico enclave político y militar en la provincia marroquí de Esmara, a un tiro de piedra de la no tan marroquí y siempre molesta ciudad de El Aaiún.
Guelmim, la más importante de las ciudades de las Provincias del Sur, con cerca de cien mil habitantes apilados en sus casas de un solo piso y sin agua caliente, apenas dista 30 kilómetros del océano Atlántico y de la antigua colonia española de Sidi Ifni. Hasta allí solía ir Nissar para evocar sueños de prosperidad al borde del mar. En el horizonte, cuando amaina el viento cálido del oeste –que seca los ojos y agrieta los labios-, se distingue con facilidad la isla de Lanzarote.
Pero Nissar ya no está preocupado por su futuro ni sueña con cruzar el océano. Es un privilegiado: ha conseguido un trabajo decente como conductor y chico de los recados para una agencia del gobierno y va de un lado para otro. Presume de zapatos nuevos, de su móvil de última generación, y escucha a todo trapo el disco más reciente de Enrique Iglesias. Puede sentirse orgulloso: mantiene a los seis miembros de su familia y a parte de su familia política. Él, como la gran mayoría de los chicos de 24 años en la ciudad, está casado. Hace tiempo ya de aquello, pero todavía es pronto para tener hijos o mudarse junto a Fátima. Quizá cuando ahorre. Quizá cuando se quieran. De momento, prefiere disfrutar de su juventud con una alianza de quita y pon. Come bien, viste bien y es cálido y hospitalario con los desconocidos. Para sus amigos, es un hermano. Para su familia, un triunfador.
Nissar recorre la avenida Hassan II al caer la noche, cuando los camiones de contrabando se asoman a la ciudad con su mercancía cubierta por descaradas lonetas y las luces del mercado de frutas y pescado se encienden, agradecidas a la tregua del sol. Aparca con destreza y chulería, asustando a un burrito cabizbajo cargado hasta los topes de granadas y dátiles. Hoy ha tenido un buen día y llega a su casa de soltero con cena para todos. Sus amigos entran y salen cuando quieren y se quedan a dormir al calor de su brasero sin más protocolo que un sahba inshallah cuando les vence el sueño.
Al día siguiente, Aziz se levanta temprano, molesto entre cojines ásperos y el sol que entra por la rendija de la ventana. Los restos de la cena de anoche salpican el salón, y la machacona MTV Arabiya ha estado encendida durante toda la noche. Nissar se ha marchado hace rato, pero los demás duermen. Poco o nada tienen que hacer durante el día.
En las deprimidas ciudades de la provincia de Esmara apenas quedan jóvenes. El éxodo a las pujantes ciudades del norte diezma el rural marroquí desde hace varias décadas. Allí, en Tánger o en Casablanca, establecen tiendas de comestibles o negocios modestos con el desdén de sus compatriotas urbanitas, que tuercen el gesto ante la sangre amazigh (bereber) de la población del sur. Los más valientes, o los más desesperados, se lanzan con lo puesto hacia las islas Canarias, pero Aziz no quiere ni oír hablar de ello. Ha escuchado tantas tragedias a bordo de una patera y despedido a tantos amigos que hace tiempo que se ha resignado a dejar que pase el tiempo. De momento, va tirando con trabajos esporádicos de peluquero o mecánico, aunque ha estudiado y habla con soltura francés y árabe. Como si eso importara en un lugar del mundo donde las oportunidades de prosperar son escasas.
En Marruecos, la planificación económica se articula en torno a los designios e intereses de una restringida minoría próxima a la Casa Real. Sin ir más lejos, la cercana Agadir, antigua y mísera aldea de pescadores, vive un boom urbanístico perpetuo con el fin de consolidarse como la Marbella marroquí: destino turístico de europeos con ansias de exotismo, con hoteles de gran lujo y excursiones al desierto a precios de ex-colonia. Las inmobiliarias extranjeras se frotan las manos ante las posibilidades de inversión que ofrece el reino alauí, mientras las clases dirigentes hacen caja gracias a las suculentas comisiones derivadas de contratos billonarios. Edifican suntuosas mansiones en el Souissi rabatí o el Palmeral de Marrakech, mientras el enorme y empobrecido Soud se olvida.
Aziz lo sabe, y recuerda con nostalgia la visita triunfal de Mohamed VI a la ciudad. Recuerda los honores militares y las promesas de un joven rey que vive muy lejos pero cuyo retrato preside, por ley, cada pared de cada hogar y comercio de Guelmim. Recuerda al gobernador, al opulento wali de Esmara hablando de creación de empleo y de inversión. Oyó por primera vez conceptos como revitalización económica y explotación del potencial turístico. Pero sobre todo, recuerda cómo se marchaba la comitiva real entre vítores de júbilo y clamores de esperanza. Por aquel entonces, no sabía que también se iban por donde habían venido, las promesas de un futuro mejor.
Hoy no ha tenido un buen día, apenas dos personas han pasado por sus tijeras, así que cuando se vaya a bañar al hammam (baño colectivo árabe), tendrá que pedir que le fíen una piedra de hachís. No le será difícil, en cualquier esquina, la droga acecha y convive con la sociedad marroquí más deprimida.
Aziz vuelve a casa de Nissar. Hoy no ha comido, y no recuerda la última vez que estrenó unos zapatos.
A Mohammed, todos le conocen como Lauinah, “El bizco”. No le importa, porque siempre está entre amigos y porque nada puede apearle de su nube de felicidad repentina. No hace falta insistir mucho para que saque del bolsillo de su chaqueta un sobre con documentos que guarda como un tesoro. El apenas entiende las letras garabateadas en un idioma que no es el suyo, pero sabe que su contenido vale más que todo lo que posee. Un notario de Marrakech le ha enviado, previo pago, una traducción al castellano jurada, que garantiza, allá donde vaya, que no tiene antecedentes penales. “Estoy limpio”, presume. Sin este papel, imposible encontrar trabajo en España. Con él, ¿quién sabe? Esa duda es mucho más de a lo que puede aspirar en su ciudad natal. Su sueño europeo justifica cualquier objeción u obstáculo que alguien se atreva a plantearle. Quiere vivir en Barcelona. Conoce de memoria las alineaciones del Real Madrid y del Barça, y es crítico con Zapatero. Dice que siente lástima por los españoles por tener un gobernante que no se preocupa por ellos. Dentro de unas pocas semanas se tirará al mar en una patera dentro de unas pocas semanas. Por tercera vez en un año. Es afortunado y lo seguirá intentando hasta que pise suelo español. Las primeras veces fue detenido en la costa de Fuerteventura (“Comisaría” y “Guardia Civil” son términos que maneja con soltura). Pero se siente agradecido: la última ocasión le salvaron de una muerte segura. Su cuerpo impactó como un muñeco de trapo contra las rocas, destrozándole un hombro de por vida. “Me llevaron al hospital, y después al centro, que es como un hotel, y me mandaron de vuelta” dice, esbozando una sonrisa. Solo contrae su rostro cuando le colocan compresas frías en sus cicatrices mal cerradas o cuando recuerda a compañeros que no tuvieron tanta suerte. Él sí la tendrá, quizá esta vez lo consiga.
El viaje es largo, ya lo conoce: primero ha de recorrer más de trescientos kilómetros hasta la ciudad de Tarfaya (antigua Villa Bens en la colonización española), y desde allí, a sesenta millas de España, esperar buenos vientos y mejor fortuna que le aleje del rumbo de las patrulleras.
Esta noche, Mohammed lleva a Adnen a cenar a casa, para que conozca a Nissar, a Aziz y a los demás. Pronto serán compañeros de viaje, y hoy comparten sus ilusiones para espantar sus miedos. Un contrato en la construcción, dicen, sería mezien (estupendo). Adnen es recibido como uno más. Todos lo besan y abrazan, le ofrecen un té.
Después, se turnan para fumar shisha y comparten un plato de merguiz en su destartalado salón marroquí. Sin saberlo, sus vidas componen un retrato humano que las estadísticas apenas se esfuerzan en camuflar. En una tierra abandonada, sin opciones ni alternativa, los jóvenes del rural marroquí fantasean con una Europa idealizada. Una irreal tierra de progreso y oportunidades dispuesta a acoger en su cálido regazo a los valientes que se atrevan a dar el salto.
Nissar se duerme pronto. Aziz se rinde y se resigna a convertirse en mero espectador de la miseria de su tierra y de la injusticia social. Pero hoy Mohamed no puede conciliar el sueño. En su estómago cosquillea la aventura y la ilusión. Esta noche no le asusta atravesar el Atlántico, ni abandonar la tierra de su familia, ni dejar de dormir cada noche entre amigos. Sabe que, a partir de ahora, tocará tener los papeles siempre a mano. Pero la dignidad, como su sonrisa, siempre intacta.
Uno tiene trabajo con el que sostiene a su familia, otro dependiendo de si sus clientes deciden cortarse el pelo ese día, y el tercero está esperando poder volver a coger una patera.
El todoterreno de Nissar levanta una gran polvareda cuando cruza bajo el arco de adobe que da la bienvenida a la decadente ciudad de Guelmim. La antaño Puerta del Sahara –más allá, tan solo el inmenso desierto de roca y arena, donde arden las piedras- languidece condenada a no ser más que un estratégico enclave político y militar en la provincia marroquí de Esmara, a un tiro de piedra de la no tan marroquí y siempre molesta ciudad de El Aaiún.
Guelmim, la más importante de las ciudades de las Provincias del Sur, con cerca de cien mil habitantes apilados en sus casas de un solo piso y sin agua caliente, apenas dista 30 kilómetros del océano Atlántico y de la antigua colonia española de Sidi Ifni. Hasta allí solía ir Nissar para evocar sueños de prosperidad al borde del mar. En el horizonte, cuando amaina el viento cálido del oeste –que seca los ojos y agrieta los labios-, se distingue con facilidad la isla de Lanzarote.
Pero Nissar ya no está preocupado por su futuro ni sueña con cruzar el océano. Es un privilegiado: ha conseguido un trabajo decente como conductor y chico de los recados para una agencia del gobierno y va de un lado para otro. Presume de zapatos nuevos, de su móvil de última generación, y escucha a todo trapo el disco más reciente de Enrique Iglesias. Puede sentirse orgulloso: mantiene a los seis miembros de su familia y a parte de su familia política. Él, como la gran mayoría de los chicos de 24 años en la ciudad, está casado. Hace tiempo ya de aquello, pero todavía es pronto para tener hijos o mudarse junto a Fátima. Quizá cuando ahorre. Quizá cuando se quieran. De momento, prefiere disfrutar de su juventud con una alianza de quita y pon. Come bien, viste bien y es cálido y hospitalario con los desconocidos. Para sus amigos, es un hermano. Para su familia, un triunfador.
Nissar recorre la avenida Hassan II al caer la noche, cuando los camiones de contrabando se asoman a la ciudad con su mercancía cubierta por descaradas lonetas y las luces del mercado de frutas y pescado se encienden, agradecidas a la tregua del sol. Aparca con destreza y chulería, asustando a un burrito cabizbajo cargado hasta los topes de granadas y dátiles. Hoy ha tenido un buen día y llega a su casa de soltero con cena para todos. Sus amigos entran y salen cuando quieren y se quedan a dormir al calor de su brasero sin más protocolo que un sahba inshallah cuando les vence el sueño.
Al día siguiente, Aziz se levanta temprano, molesto entre cojines ásperos y el sol que entra por la rendija de la ventana. Los restos de la cena de anoche salpican el salón, y la machacona MTV Arabiya ha estado encendida durante toda la noche. Nissar se ha marchado hace rato, pero los demás duermen. Poco o nada tienen que hacer durante el día.
En las deprimidas ciudades de la provincia de Esmara apenas quedan jóvenes. El éxodo a las pujantes ciudades del norte diezma el rural marroquí desde hace varias décadas. Allí, en Tánger o en Casablanca, establecen tiendas de comestibles o negocios modestos con el desdén de sus compatriotas urbanitas, que tuercen el gesto ante la sangre amazigh (bereber) de la población del sur. Los más valientes, o los más desesperados, se lanzan con lo puesto hacia las islas Canarias, pero Aziz no quiere ni oír hablar de ello. Ha escuchado tantas tragedias a bordo de una patera y despedido a tantos amigos que hace tiempo que se ha resignado a dejar que pase el tiempo. De momento, va tirando con trabajos esporádicos de peluquero o mecánico, aunque ha estudiado y habla con soltura francés y árabe. Como si eso importara en un lugar del mundo donde las oportunidades de prosperar son escasas.
En Marruecos, la planificación económica se articula en torno a los designios e intereses de una restringida minoría próxima a la Casa Real. Sin ir más lejos, la cercana Agadir, antigua y mísera aldea de pescadores, vive un boom urbanístico perpetuo con el fin de consolidarse como la Marbella marroquí: destino turístico de europeos con ansias de exotismo, con hoteles de gran lujo y excursiones al desierto a precios de ex-colonia. Las inmobiliarias extranjeras se frotan las manos ante las posibilidades de inversión que ofrece el reino alauí, mientras las clases dirigentes hacen caja gracias a las suculentas comisiones derivadas de contratos billonarios. Edifican suntuosas mansiones en el Souissi rabatí o el Palmeral de Marrakech, mientras el enorme y empobrecido Soud se olvida.
Aziz lo sabe, y recuerda con nostalgia la visita triunfal de Mohamed VI a la ciudad. Recuerda los honores militares y las promesas de un joven rey que vive muy lejos pero cuyo retrato preside, por ley, cada pared de cada hogar y comercio de Guelmim. Recuerda al gobernador, al opulento wali de Esmara hablando de creación de empleo y de inversión. Oyó por primera vez conceptos como revitalización económica y explotación del potencial turístico. Pero sobre todo, recuerda cómo se marchaba la comitiva real entre vítores de júbilo y clamores de esperanza. Por aquel entonces, no sabía que también se iban por donde habían venido, las promesas de un futuro mejor.
Hoy no ha tenido un buen día, apenas dos personas han pasado por sus tijeras, así que cuando se vaya a bañar al hammam (baño colectivo árabe), tendrá que pedir que le fíen una piedra de hachís. No le será difícil, en cualquier esquina, la droga acecha y convive con la sociedad marroquí más deprimida.
Aziz vuelve a casa de Nissar. Hoy no ha comido, y no recuerda la última vez que estrenó unos zapatos.
A Mohammed, todos le conocen como Lauinah, “El bizco”. No le importa, porque siempre está entre amigos y porque nada puede apearle de su nube de felicidad repentina. No hace falta insistir mucho para que saque del bolsillo de su chaqueta un sobre con documentos que guarda como un tesoro. El apenas entiende las letras garabateadas en un idioma que no es el suyo, pero sabe que su contenido vale más que todo lo que posee. Un notario de Marrakech le ha enviado, previo pago, una traducción al castellano jurada, que garantiza, allá donde vaya, que no tiene antecedentes penales. “Estoy limpio”, presume. Sin este papel, imposible encontrar trabajo en España. Con él, ¿quién sabe? Esa duda es mucho más de a lo que puede aspirar en su ciudad natal. Su sueño europeo justifica cualquier objeción u obstáculo que alguien se atreva a plantearle. Quiere vivir en Barcelona. Conoce de memoria las alineaciones del Real Madrid y del Barça, y es crítico con Zapatero. Dice que siente lástima por los españoles por tener un gobernante que no se preocupa por ellos. Dentro de unas pocas semanas se tirará al mar en una patera dentro de unas pocas semanas. Por tercera vez en un año. Es afortunado y lo seguirá intentando hasta que pise suelo español. Las primeras veces fue detenido en la costa de Fuerteventura (“Comisaría” y “Guardia Civil” son términos que maneja con soltura). Pero se siente agradecido: la última ocasión le salvaron de una muerte segura. Su cuerpo impactó como un muñeco de trapo contra las rocas, destrozándole un hombro de por vida. “Me llevaron al hospital, y después al centro, que es como un hotel, y me mandaron de vuelta” dice, esbozando una sonrisa. Solo contrae su rostro cuando le colocan compresas frías en sus cicatrices mal cerradas o cuando recuerda a compañeros que no tuvieron tanta suerte. Él sí la tendrá, quizá esta vez lo consiga.
El viaje es largo, ya lo conoce: primero ha de recorrer más de trescientos kilómetros hasta la ciudad de Tarfaya (antigua Villa Bens en la colonización española), y desde allí, a sesenta millas de España, esperar buenos vientos y mejor fortuna que le aleje del rumbo de las patrulleras.
Esta noche, Mohammed lleva a Adnen a cenar a casa, para que conozca a Nissar, a Aziz y a los demás. Pronto serán compañeros de viaje, y hoy comparten sus ilusiones para espantar sus miedos. Un contrato en la construcción, dicen, sería mezien (estupendo). Adnen es recibido como uno más. Todos lo besan y abrazan, le ofrecen un té.
Después, se turnan para fumar shisha y comparten un plato de merguiz en su destartalado salón marroquí. Sin saberlo, sus vidas componen un retrato humano que las estadísticas apenas se esfuerzan en camuflar. En una tierra abandonada, sin opciones ni alternativa, los jóvenes del rural marroquí fantasean con una Europa idealizada. Una irreal tierra de progreso y oportunidades dispuesta a acoger en su cálido regazo a los valientes que se atrevan a dar el salto.
Nissar se duerme pronto. Aziz se rinde y se resigna a convertirse en mero espectador de la miseria de su tierra y de la injusticia social. Pero hoy Mohamed no puede conciliar el sueño. En su estómago cosquillea la aventura y la ilusión. Esta noche no le asusta atravesar el Atlántico, ni abandonar la tierra de su familia, ni dejar de dormir cada noche entre amigos. Sabe que, a partir de ahora, tocará tener los papeles siempre a mano. Pero la dignidad, como su sonrisa, siempre intacta.
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