Movilizaciones
Si en la pasada Nochevieja alguien nos hubiera augurado para los comienzos de 2011 una revolución internacional en el mundo árabe, y en especial en la ribera sur del Mediterráneo, hubiéramos pensado que el augur nos estaba tomando el pelo o que se había pasado con el cava, cosas ambas naturales en la ocasión. Claro es que, dos meses más tarde, estaríamos admirando sus dotes de presciencia. Sin embargo, aunque los hechos sean realmente sorprendentes –una revolución desencadenada por la protesta e inmolación de un vendedor ambulante–, lo que está ocurriendo en el norte de África (y los conatos de Oriente Medio) era perfectamente previsible. La situación en la zona tiene todas las características de un polvorín al que solamente le falta, para estallar, un detonante. La patética protesta de un verdulero tunecino en la insignificante ciudad de Sidi Bouzid actuó como tal detonante: eso es lo que era totalmente imprevisible. Pero el que un incidente trágico sí, pero menor, cuyas imágenes fueron difundidas a través de Internet, provocara un incendio social de la magnitud de lo que estamos viendo indica precisamente la inminencia de la situación revolucionaria. Las causas estaban ahí: la extrema pobreza de una gran mayoría frente a la ostentosa riqueza de la minoría en el poder, unas dictaduras medievales utilizando los refinamientos policiales del siglo XXI, todo ello con la aquiescencia de los líderes mundiales, unos con disimulo tartufesco, otros con el más total descaro, todos vendiendo sus principios por un plato de petróleo o por una paz fúnebre que permitiera olvidar la trágica realidad cotidiana de las masas árabes.
La revolución norteafricana está teniendo aspectos esperanzadores. Sobre todo está teniendo un carácter de espontaneidad y heroísmo que se manifiestan en la falta de líderes, rasgo que, aunque admirable, es muy peligroso para el porvenir. Las masas se han rebelado sin cabecillas y apenas sin organizaciones, si no son las espontáneas. Esto ha creado unos vacíos de poder en los dos países donde hasta ahora ha triunfado, y donde está a punto de hacerlo, como en Libia, la situación de los revolucionarios es parecida. También llama la atención favorablemente la falta de sectarismo religioso a diferencia de los que ocurrió, por ejemplo, en Irán hace treinta años largos. Lo espontáneo de la revolución es una prueba irrefutable de la desesperación en que vivían los rebeldes: sólo el ver que en un país vecino la presión de las masas ha derribado la dictadura moviliza a las muchedumbres, dispuestas a desafiar a las balas y los tanques sólo porque hay un resquicio de esperanza de que las cosas cambien. La diferencia, con todo, entre Libia, de un lado, y Túnez y Egipto, de otro, es que, a pesar de la brutalidad y puño de hierro de los regímenes de Ben Alí y Hosni Mubarak, tanto los dictadores como el ejército en que se apoyaban no estaban dispuestos, o no se sentían capaces, a masacrar a miles de personas para permanecer en el poder. Ése, por desgracia, no es el caso del libio Muammar Gadafi, que, no lo olvidemos, fue el inductor del execrable crimen terrorista de Lockerbie, pueblo escocés donde cayó un avión de pasajeros en el que agentes libios habían introducido una bomba que lo destruyó, causando la muerte a pasajeros, tripulación e incluso a algunos habitantes del pueblo donde ocurrió el siniestro: cerca de trescientas personas, víctimas de la vesania de un dictador que lleva más de 41 años en el poder. Éste es el hombre carismático que hoy se queja de que Occidente le haya abandonado y llama terroristas a los insurgentes.
La trascendencia que todo este terremoto social tiene para España es grande, por la vecindad geográfica y por los estrechos lazos económicos que nos unen a nuestros vecinos del sur. La incertidumbre y la violencia están provocando un éxodo de refugiados que amenaza con invadir las orillas septentrionales del Mediterráneo, especialmente Italia y España. En nuestro país, con un 20% de paro, sólo nos faltaba la invasión de miles de magrebíes sin trabajo ni medios de vida. Pero además, dependemos vitalmente de Argelia y Libia para abastecernos de gas natural y petróleo, y necesitamos esos mercados para muchas de nuestras exportaciones, de modo que la estabilidad de la zona nos es vital a medio y largo plazo.
Ahora bien ¿cuáles son las perspectivas? La incertidumbre es muy grande, precisamente por la falta de líderes reconocidos. Las masas en esos países parecen tener muy claro lo que no quieren, pero mucho menos lo que quieren. Ejemplo palmario es el de Egipto, donde hay un posible dirigente, Mohamed El Baradei, con gran prestigio en Occidente (físico eminente que dirigió durante largo tiempo la Agencia de la Energía Atómica de las Naciones Unidas, por lo que recibió el Nobel de la paz en 2005), que, sin embargo, lo tiene mucho menor en su país. Nemo propheta in patria, nunca mejor dicho. Es magnífica noticia que las masas árabes, como las españolas hace 35 años, estén hambrientas de democracia y hartas de caudillos providenciales. Pero los votos no alimentan, y largos meses de incertidumbre y desorganización pueden afectar muy seriamente a la industria turística, que en Túnez y Egipto es vital para las respectivas economías, arruinando así a amplios sectores de la clase media, que es la columna vertebral de la revolución. Hay que decir que en ambos países la situación de momento es ejemplar: pero sin un gobierno decidido y con ideas claras acerca de cómo encarrilar las respectivas economías, a la larga las esperanzas pueden frustrarse, dando alas al islamismo radical y favoreciendo la vuelta a la dictadura militar.
¿Qué debe hacer Occidente, España incluida? Los casos de Túnez y Egipto son muy diferentes del de Libia; ésta es una sociedad mucho más primitiva, en parte aún tribal, pero muy rica en petróleo. No necesita ayuda económica, salvo quizá créditos a corto plazo para restañar rápidamente las heridas de la guerra civil cuando ésta termine. Quizá necesite asesoramiento técnico, económico y político, que habrá que ofrecer con mucho tacto y diplomacia.
Túnez y Egipto, especialmente Egipto, sí necesitan ayuda económica. Ésta ya la recibía, sobre todo de Estados Unidos, y ahora necesitará más. El caso de Túnez, también carente de hidrocarburos en cantidades significativas, pero menos superpoblado, es parecido: necesita ayuda para superar la transición, y ambos necesitarán apoyos políticos. En Túnez, el papel de Francia puede ser decisivo; los nexos históricos y culturales son muy fuertes. España, muy debilitada por la crisis, no está en condiciones de prestar ayuda económica significativa, pero puede asesorar. Un tipo de asesoramiento muy difícil, pero a la larga crucial, debe ser el demográfico. Cierto es que de los tres países en cuestión, sólo Egipto está superpoblado: pero en los tres el crecimiento demográfico ha sido muy fuerte, y el paro juvenil ha sido uno de los detonantes de las revueltas. El paro juvenil sólo podrá resolverse en parte con un crecimiento económico vigoroso, pero a la larga si no hay un esfuerzo de controlar la natalidad, el paro juvenil persistirá, y con él la inestabilidad social. Seguiremos ante un polvorín a la espera de un nuevo detonante.
La revolución norteafricana está teniendo aspectos esperanzadores. Sobre todo está teniendo un carácter de espontaneidad y heroísmo que se manifiestan en la falta de líderes, rasgo que, aunque admirable, es muy peligroso para el porvenir. Las masas se han rebelado sin cabecillas y apenas sin organizaciones, si no son las espontáneas. Esto ha creado unos vacíos de poder en los dos países donde hasta ahora ha triunfado, y donde está a punto de hacerlo, como en Libia, la situación de los revolucionarios es parecida. También llama la atención favorablemente la falta de sectarismo religioso a diferencia de los que ocurrió, por ejemplo, en Irán hace treinta años largos. Lo espontáneo de la revolución es una prueba irrefutable de la desesperación en que vivían los rebeldes: sólo el ver que en un país vecino la presión de las masas ha derribado la dictadura moviliza a las muchedumbres, dispuestas a desafiar a las balas y los tanques sólo porque hay un resquicio de esperanza de que las cosas cambien. La diferencia, con todo, entre Libia, de un lado, y Túnez y Egipto, de otro, es que, a pesar de la brutalidad y puño de hierro de los regímenes de Ben Alí y Hosni Mubarak, tanto los dictadores como el ejército en que se apoyaban no estaban dispuestos, o no se sentían capaces, a masacrar a miles de personas para permanecer en el poder. Ése, por desgracia, no es el caso del libio Muammar Gadafi, que, no lo olvidemos, fue el inductor del execrable crimen terrorista de Lockerbie, pueblo escocés donde cayó un avión de pasajeros en el que agentes libios habían introducido una bomba que lo destruyó, causando la muerte a pasajeros, tripulación e incluso a algunos habitantes del pueblo donde ocurrió el siniestro: cerca de trescientas personas, víctimas de la vesania de un dictador que lleva más de 41 años en el poder. Éste es el hombre carismático que hoy se queja de que Occidente le haya abandonado y llama terroristas a los insurgentes.
La trascendencia que todo este terremoto social tiene para España es grande, por la vecindad geográfica y por los estrechos lazos económicos que nos unen a nuestros vecinos del sur. La incertidumbre y la violencia están provocando un éxodo de refugiados que amenaza con invadir las orillas septentrionales del Mediterráneo, especialmente Italia y España. En nuestro país, con un 20% de paro, sólo nos faltaba la invasión de miles de magrebíes sin trabajo ni medios de vida. Pero además, dependemos vitalmente de Argelia y Libia para abastecernos de gas natural y petróleo, y necesitamos esos mercados para muchas de nuestras exportaciones, de modo que la estabilidad de la zona nos es vital a medio y largo plazo.
Ahora bien ¿cuáles son las perspectivas? La incertidumbre es muy grande, precisamente por la falta de líderes reconocidos. Las masas en esos países parecen tener muy claro lo que no quieren, pero mucho menos lo que quieren. Ejemplo palmario es el de Egipto, donde hay un posible dirigente, Mohamed El Baradei, con gran prestigio en Occidente (físico eminente que dirigió durante largo tiempo la Agencia de la Energía Atómica de las Naciones Unidas, por lo que recibió el Nobel de la paz en 2005), que, sin embargo, lo tiene mucho menor en su país. Nemo propheta in patria, nunca mejor dicho. Es magnífica noticia que las masas árabes, como las españolas hace 35 años, estén hambrientas de democracia y hartas de caudillos providenciales. Pero los votos no alimentan, y largos meses de incertidumbre y desorganización pueden afectar muy seriamente a la industria turística, que en Túnez y Egipto es vital para las respectivas economías, arruinando así a amplios sectores de la clase media, que es la columna vertebral de la revolución. Hay que decir que en ambos países la situación de momento es ejemplar: pero sin un gobierno decidido y con ideas claras acerca de cómo encarrilar las respectivas economías, a la larga las esperanzas pueden frustrarse, dando alas al islamismo radical y favoreciendo la vuelta a la dictadura militar.
¿Qué debe hacer Occidente, España incluida? Los casos de Túnez y Egipto son muy diferentes del de Libia; ésta es una sociedad mucho más primitiva, en parte aún tribal, pero muy rica en petróleo. No necesita ayuda económica, salvo quizá créditos a corto plazo para restañar rápidamente las heridas de la guerra civil cuando ésta termine. Quizá necesite asesoramiento técnico, económico y político, que habrá que ofrecer con mucho tacto y diplomacia.
Túnez y Egipto, especialmente Egipto, sí necesitan ayuda económica. Ésta ya la recibía, sobre todo de Estados Unidos, y ahora necesitará más. El caso de Túnez, también carente de hidrocarburos en cantidades significativas, pero menos superpoblado, es parecido: necesita ayuda para superar la transición, y ambos necesitarán apoyos políticos. En Túnez, el papel de Francia puede ser decisivo; los nexos históricos y culturales son muy fuertes. España, muy debilitada por la crisis, no está en condiciones de prestar ayuda económica significativa, pero puede asesorar. Un tipo de asesoramiento muy difícil, pero a la larga crucial, debe ser el demográfico. Cierto es que de los tres países en cuestión, sólo Egipto está superpoblado: pero en los tres el crecimiento demográfico ha sido muy fuerte, y el paro juvenil ha sido uno de los detonantes de las revueltas. El paro juvenil sólo podrá resolverse en parte con un crecimiento económico vigoroso, pero a la larga si no hay un esfuerzo de controlar la natalidad, el paro juvenil persistirá, y con él la inestabilidad social. Seguiremos ante un polvorín a la espera de un nuevo detonante.
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