jueves, 24 de febrero de 2011

Medio Oriente al rojo vivo

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Movilizaciones


La primavera árabe ahora florece en otros regímenes como Bahrein, Argelia, Jordania y Libia. Sin embargo, el Ejército egipcio intenta cercar el proceso de cambio abierto en El Cairo.

En las calles de Saná –capital del Yemen–, los policías golpean salvajemente a las multitudes de manifestantes y luego abren filas para permitir que esbirros sin uniforme ataquen con garrotes, cachiporras, barras de hierro y pistolas. Y en el momento en que los matones se repliegan, la policía yemení baña de gas lacrimógeno a las multitudes. En Bahrein, en Argelia, en Libia y en Jordania los policías golpean a hombres y mujeres y arrojan gases lacrimógenos con tal promiscuidad que los propios uniformados acaban vomitando en el pavimento. Los regímenes autocráticos de todos esos países aplican políticas de brutalidad idénticas a las que fallaron en Túnez y Egipto. Sin embargo, el destino político de las nuevas revueltas todavía es un enigma. Es imposible saber si podrán precipitar un nuevo pacto entre el Estado y la población. Pero, lo que no presenta claroscuros, es el laboratorio egipcio donde el Ejército intenta maniatar y ahogar cualquier atisbo jacobino de la revolución de febrero. Mientras tanto, la cronología de sucesos en El Cairo sirve de espejo, manual y pronóstico a los manifestantes de Bahrein, Argelia, Libia y Jordania.

Hasta el último momento, Washington se empeñó en mantener a Hosni Mubarak en el poder, pero al final se conformó con la segunda mejor opción para sus intereses: una dictadura militar pro occidental. Cuando el Consejo Supremo se reunió justo antes de que Mubarak pronunciara su último y más escandaloso discurso, y la junta emitió el comunicado número uno, la esperanza se mezcló con la aprensión. El comunicado número uno es un término conocido en la historia. Esto quiere decir que una junta militar ha asumido el poder, promete democracia, prontas elecciones, prosperidad y el paraíso en la tierra. En casos muy raros los uniformados realmente cumplen estas promesas. Generalmente, lo que sigue es una dictadura militar de la peor clase. Esta vez el comunicado no dijo nada en absoluto. Lo que, justamente, mostró en directo por televisión es que estaban allí todos los principales generales, menos Mubarak y su títere Omar Suleimán. Ahora han asumido el poder sin derramamiento de sangre. Por segunda vez en 60 años.

En realidad, la Casa Blanca y el Departamento de Estado querían que Hosni Mubarak se fuera. Pero Arabia Saudita, Israel y la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) estaban empeñados en que siguiera.

Es fácil explicar por qué la CIA no vio venir la caída de Mubarak. Puede que la Agencia se haya destacado gestionando las entregas extraordinarias de sospechosos secuestrados en distintas partes del mundo que fueron enviados clandestinamente a Egipto para ser interrogados y torturados por el vicepresidente Omar Suleiman en persona, pero, en conjunto, se ha quedado aprisionada en una importante camisa de fuerza ideológica desde los años de Ronald Reagan.

Por lo tanto, no pueden recoger inteligencia procesable de calidad sobre el terreno. La embajada de Estados Unidos en El Cairo no tenía siquiera un oficial de enlace con los Hermanos Musulmanes. Y ahora su hombre de confianza, el ex torturador y vicepresidente, Omar Suleimán, va camino a la jubilación. Por ese motivo, Washington decidió finalmente reducir sus pérdidas y dar luz verde a la concepción plagada de onanismo de un golpe militar contra una dictadura militar.

Los egipcios son concientes de que todos los miembros del Consejo Supremo son socios incondicionales de Mubarak, que la mayoría tiene más de setenta años –empezando por el líder del golpe, el Ministro de Defensa Mohammed Hussein Tantawi de 75 años– y que están muy próximos a Robert Gates, el Secretario de Defensa de Estados Unidos –y algo que es crucial: Tantawi llegó a la cúspide del poder después de ser el comandante del ejército privado de Mubarak, los Guardias Republicanos–.

El reconocido periodista Pepe Escobar del semanario Asia Times los describe como accionistas, propiciados por Estados Unidos –mediante los miles de millones de dólares de ayuda militar– de una inmensa dinastía empresarial de propiedad militar que controla sectores enteros de la economía egipcia. No hay forma de que pueda nacer un nuevo Egipto sin echar abajo todo ese sistema por completo.

Los líderes del 25 de enero son conscientes de que Washington, Tel Aviv y Riad –más las clases compradoras del mubarakismo– harán todo lo que esté en su mano para que la democracia egipcia descarrile. Se recurrirá a lo que sea necesario: desde sobornos a la siniestra manipulación de leyes y del proceso electoral. En ese contexto, no se descarta que al menos un general se transforme en candidato a presidente; ciertamente, no será el recluta de la CIA, el vicepresidente Suleimán, sino muy probablemente el jefe del Estado Mayor, Sami Anan, de 63 años, que también pasó mucho tiempo en Estados Unidos y está más cercano que Tantawi a muchos jerarcas del Pentágono.

Occidente puede estar preocupado por los Hermanos Musulmanes. Pero el peligro real es que el régimen sólo se ha despojado de sus civiles corruptos, dejando a sus componentes militares como el único jugador en pie. De hecho, cuando el general Omar Suleiman amenazó con que el pueblo de Egipto debía elegir entre el régimen actual o un golpe de estado militar, sólo aumentó la sensación de que el país estaba siendo tomado como rehén.

Pese a todo, en sólo dos semanas y media, la revuelta egipcia –todavía en pañales– representa el cambio estratégico más estremecedor en el Oriente Medio de las últimas tres décadas. Para muestra, sólo basta con compararla con la democratización de Afganistán por el Pentágono desde hace nueve años y la de Iraq desde hace siete.

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